jueves, 25 de diciembre de 2008

Autocrítica

Intelectuales

por Pablo Alabarces
Crítica. 21/07/2008

Hace más de veinte años, en un asado de mi entonces familia política, uno de los convidados celebró un brindis por el país de democracia reciente, cosa que no lo desvelaba especialmente: diría más bien que la democracia lo tenía muy sin cuidado. El país, en cambio, “estaba condenado al éxito”, decía el tipo, mientras hilaba todos los lugares comunes del patrioterismo banal: todos los climas, un pueblo educado, la unidad étnica, el granero del mundo. Pero la causa de todos los males del país, afirmaba como corolario del brindis, eran los intelectuales. Y para colmo, puedo asegurarlo, me miraba.

Yo venía de leer a Gramsci por primera vez, era docente en el CBC de la UBA, había escrito mi primera ponencia, leía hasta por los codos, usaba convenientes anteojos de miope y fumaba cigarrillos negros que se me antojaban coherentes con el personaje. El sacudón no consistía en que la frase me demostrara mis poses –para eso estaban los amigos, claro–, sino en que no podía entender cómo alguien podía decir semejante simpleza. Era 1987: veníamos de la dictadura y del terrorismo de Estado, veníamos de la sublevación de Rico y de la –primera– traición de los radicales. Entre los culpables de tantos fracasos, los intelectuales no ocupaban ningún lugar, prominente al menos.

Una de las ventajas de los intelectuales consiste en que hacemos de la reflexión sobre nosotros mismos y de la autocrítica consiguiente casi un ejercicio cotidiano. Voy a exagerar mucho, pero podría decir que el gesto intelectual consiste en mirarse cada día en el espejo y preguntarse: “¿En qué me voy a equivocar hoy?” Por eso es que llevo todos estos años empeñado en pensar por qué don Pepe podía decir lo que dijo ese mediodía nublado y marplatense.

La respuesta es sencilla: porque había comprado una vulgata que en ese entonces comenzaba a desplegarse y volverse prometedoramente hegemónica; ese discurso de derecha que decretaba la muerte de las ideologías y erigía un presunto sentido común indiscutible –por supuesto, de derecha–, frente al cual los intelectuales éramos refutadores de leyendas y vendedores de cortinas de humo justamente, las ideologías. La realidad era transparente, según ese discurso, y la gente común –luego conocida como “la gente”– la comprendía sin dificultades, al contrario de los intelectuales, que no hacíamos más que complicar la vida haciendo interpretaciones invariablemente tomadas de los libros. Nunca el barro ni el barrio, nunca la realidad, nunca una fábrica. Nunca las “cosas sencillas de la vida”, a las que éramos impermeables, dominados por ese mundo de las ideas y las abstracciones que nos hacían aparatos hegelianos, penetrados por la dialéctica –hasta que un día los periodistas deportivos llamaron dialéctica a la retórica de Bielsa, y hasta sin eso nos dejaron–. ésa era la novedad derechista de los noventa; pero le debía mucho al peronismo, que había proclamado la calidad indiscutida del sentido común popular (“el pueblo nunca se equivoca”, no lo olvidemos), y que, Jauretche mediante, había decretado que los intelectuales sólo servían para darle la espalda al pueblo.

Los intelectuales, puedo decirlo ahora después de dos décadas de ejercicio, somos algo bastante más complicado y a la vez más útil que esos estereotipos. Venimos a ser gente que debe mirar donde pocos miran, donde hay oscuridad (donde hay luz mira cualquiera); que debe pensar y criticar y cuestionar y proponer, todo a la vez, pero desligados de intereses, de supersticiones, de pasiones desmesuradas –es decir: no podemos ser como Macri, que cree en sus empresas, ni como Carrió, que cree que es el Espíritu Santo. Eso no significa abjurar de la pasión, pero sí de su desmesura. Y a veces nos sale, y a veces no. A veces parecemos seres socialmente útiles; muchas parecemos inútiles privilegiados.

Pero tampoco somos un bloque: la crítica, la obligación de someter toda creencia al cuestionamiento, nos permite tener diferencias de toda laya y pelaje. Una de las mejores cosas que la crisis agraria nos ha traido no es el gorilismo de los ruralistas ni la obcecación kirchnerista: es la reaparición de los intelectuales como actores, como sujetos políticos que afirman sus convicciones y las exhiben públicamente y las despliegan, incluso, en las calles y en los medios. Pero sólo a condición de que esa exhibición sea apasionadamente tolerante. Cuando José Pablo Feinmann afirma que a la izquierda del kirchnerismo no hay nada, se vuelve intolerante. Y ciego: porque a la izquierda del kirchenerismo hay un lugar inmenso. Ocupado, también, por intelectuales, que estamos en todos lados, porque ésa es nuestra obligación.

1 comentario:

LuVela dijo...

http://www.literaberinto.com/CORTAZAR/haqueserealmenteidiota.htm