viernes, 26 de diciembre de 2008

Autocrítica II

Intelectuales, II versión

por Pablo Alabarces
Crítica. 13/10/2008

En los últimos días estuve acumulando materiales para una nueva nota sobre el rol de los y las intelectuales en la Argentina. Más que su rol, sobre su valoración; y mejor aún, sobre los mitos e imágenes que se han construido en torno de ellos y ellas. Me habían llamado la atención dos cosas, minúsculas pero significativas: una de ellas en este mismo diario, hace pocos días, cuando ante el anuncio de un posible paro del Sindicato Argentino de Televisión el anónimo cronista aseguraba que se cumpliría “una fantasía recurrente de los intelectuales: quitar la televisión de la vida cotidiana”. La otra aparecía en un portal de Luis Majul, “Hipercrítico”, en una columna firmada por Adriana Amado Suárez dedicada a criticar una de las contratapas que dediqué a Tinelli. Adriana, intelectual ella misma (tiene un doctorado, es profesora universitaria, trabaja de esto), no podía leer la ironía de mi nota y se mandaba con un enojado “estos programas –por TVR– son los únicos que suelen permitirse ver algunos intelectuales y aquellos que militan en el partido ‘No vemos nunca televisión’”.

Es claro que hay aquí una enorme fantasía sobre los intelectuales, deudora de un populismo desbordado. Y en tanto fantasía, abreva en los lugares comunes tradicionales: les falta afirmar que, además de no ver televisión, a los intelectuales no les gusta bailar y que no practican deportes y que no tienen hijos y que sus fríos corazones no tienen lugar para las pasiones humanas. Tengo guardadas un par de notas de Jorge Rial, una de los 90 en Noticias, otra equivalente en los 2000 en Veintitrés, donde afirma más o menos lo mismo: de un lado está “la gente” con sus gustos y su amor por Tinelli y Susana, y del otro los intelectuales en sus penthouses -les juro que dice eso-. Nuestro cronista y nuestra académica de cabecera, aunque esté lejos de sus intenciones coincidir con el epistemólogo de Intrusos, no pueden separarse de ese lugar común, fácil y a la vez bastante simplón, como todos los lugares comunes. Sintiéndome un poco aludido, no puedo menos que reírme: si yo quisiera desterrar la televisión de la vida cotidiana, no podría ver ni House ni Capusotto ni la Copa Davis ni Chacarita-Fénix ni el porno light de The Film Zone ni Medium, ni tantas otras cosas. De la misma manera, veo TVR cada tanto por razones exactamente opuestas a las que supone nuestra crítica atolondrada: porque es un ejemplo de lo que la televisión argentina finge ser para engañar a la gilada hacerse la inteligente para perseverar en la idiotez, hablando siempre de sí misma como último horizonte de lo posible.

El problema, de todas maneras, no son Adriana ni el cronista anónimo: lo que me preocupa es la recurrencia de estas imágenes sobre los intelectuales, decididamente alentadas por el populismo dominante. Decir esto no significa echarle la culpa –también de esto– al kirchnerismo, sino al plebeyismo que se ha vuelto modo fundamental de la organización de la cultura argentina: los K son populistas, Macri y Carrió también lo son. Todos ellos afirman la primacía de “los sentimientos de la gente” por sobre los argumentos y las teorías. Otra versión derivada de la anterior supone que los intelectuales no trabajan, sino que alguien (seguramente, alguna fuerza destinada a convertirlos en mercenarios) los compra para que piensen a sueldo. Y por detrás de todos planea el fantasma de Jauretche, un polemista genial pero cuya obra ha hecho ya suficiente daño, alegando que los intelectuales son cipayos alejados del pueblo y condenados a no comprenderlo.

Todo esto viene a cuento porque se nos acaba de morir Nicolás Casullo, un gran tipo al que sus alumnos insisten en recordar con amor y admiración en todas las intervenciones posteadas en los comentarios de lectores de los diarios. En los últimos años se fueron demasiados: entre los más cercanos, Oscar Landi, Jorge Rivera, Eduardo Archetti, Juan Carlos Portantiero, Oscar Terán, José Sazbón. Es muy probable que sus lectores –es decir, los lectores de parte del pensamiento argentino más relevante de los últimos años en la historia, la sociología, la antropología, la filosofía, la cultura– sean ridículamente pocos. La sociedad argentina, en su mayoría, no cree que los intelectuales sean los sabios de la tribu. Cree que son seres prescindibles y que, para colmo, no ven televisión ni juegan al fútbol. Y que cuando intervienen políticamente –Casullo lo hizo, y no sólo con Carta Abierta– son mercenarios pagados por el oro de Kirchner o de Moscú. Una sociedad que no reconoce a sus intelectuales está condenada a reemplazarlos por Palermo y Barros Schelotto, Jorge Rial y Marcelo Tinelli. Lo que nos pone, sospecho, en algunos problemas.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Autocrítica

Intelectuales

por Pablo Alabarces
Crítica. 21/07/2008

Hace más de veinte años, en un asado de mi entonces familia política, uno de los convidados celebró un brindis por el país de democracia reciente, cosa que no lo desvelaba especialmente: diría más bien que la democracia lo tenía muy sin cuidado. El país, en cambio, “estaba condenado al éxito”, decía el tipo, mientras hilaba todos los lugares comunes del patrioterismo banal: todos los climas, un pueblo educado, la unidad étnica, el granero del mundo. Pero la causa de todos los males del país, afirmaba como corolario del brindis, eran los intelectuales. Y para colmo, puedo asegurarlo, me miraba.

Yo venía de leer a Gramsci por primera vez, era docente en el CBC de la UBA, había escrito mi primera ponencia, leía hasta por los codos, usaba convenientes anteojos de miope y fumaba cigarrillos negros que se me antojaban coherentes con el personaje. El sacudón no consistía en que la frase me demostrara mis poses –para eso estaban los amigos, claro–, sino en que no podía entender cómo alguien podía decir semejante simpleza. Era 1987: veníamos de la dictadura y del terrorismo de Estado, veníamos de la sublevación de Rico y de la –primera– traición de los radicales. Entre los culpables de tantos fracasos, los intelectuales no ocupaban ningún lugar, prominente al menos.

Una de las ventajas de los intelectuales consiste en que hacemos de la reflexión sobre nosotros mismos y de la autocrítica consiguiente casi un ejercicio cotidiano. Voy a exagerar mucho, pero podría decir que el gesto intelectual consiste en mirarse cada día en el espejo y preguntarse: “¿En qué me voy a equivocar hoy?” Por eso es que llevo todos estos años empeñado en pensar por qué don Pepe podía decir lo que dijo ese mediodía nublado y marplatense.

La respuesta es sencilla: porque había comprado una vulgata que en ese entonces comenzaba a desplegarse y volverse prometedoramente hegemónica; ese discurso de derecha que decretaba la muerte de las ideologías y erigía un presunto sentido común indiscutible –por supuesto, de derecha–, frente al cual los intelectuales éramos refutadores de leyendas y vendedores de cortinas de humo justamente, las ideologías. La realidad era transparente, según ese discurso, y la gente común –luego conocida como “la gente”– la comprendía sin dificultades, al contrario de los intelectuales, que no hacíamos más que complicar la vida haciendo interpretaciones invariablemente tomadas de los libros. Nunca el barro ni el barrio, nunca la realidad, nunca una fábrica. Nunca las “cosas sencillas de la vida”, a las que éramos impermeables, dominados por ese mundo de las ideas y las abstracciones que nos hacían aparatos hegelianos, penetrados por la dialéctica –hasta que un día los periodistas deportivos llamaron dialéctica a la retórica de Bielsa, y hasta sin eso nos dejaron–. ésa era la novedad derechista de los noventa; pero le debía mucho al peronismo, que había proclamado la calidad indiscutida del sentido común popular (“el pueblo nunca se equivoca”, no lo olvidemos), y que, Jauretche mediante, había decretado que los intelectuales sólo servían para darle la espalda al pueblo.

Los intelectuales, puedo decirlo ahora después de dos décadas de ejercicio, somos algo bastante más complicado y a la vez más útil que esos estereotipos. Venimos a ser gente que debe mirar donde pocos miran, donde hay oscuridad (donde hay luz mira cualquiera); que debe pensar y criticar y cuestionar y proponer, todo a la vez, pero desligados de intereses, de supersticiones, de pasiones desmesuradas –es decir: no podemos ser como Macri, que cree en sus empresas, ni como Carrió, que cree que es el Espíritu Santo. Eso no significa abjurar de la pasión, pero sí de su desmesura. Y a veces nos sale, y a veces no. A veces parecemos seres socialmente útiles; muchas parecemos inútiles privilegiados.

Pero tampoco somos un bloque: la crítica, la obligación de someter toda creencia al cuestionamiento, nos permite tener diferencias de toda laya y pelaje. Una de las mejores cosas que la crisis agraria nos ha traido no es el gorilismo de los ruralistas ni la obcecación kirchnerista: es la reaparición de los intelectuales como actores, como sujetos políticos que afirman sus convicciones y las exhiben públicamente y las despliegan, incluso, en las calles y en los medios. Pero sólo a condición de que esa exhibición sea apasionadamente tolerante. Cuando José Pablo Feinmann afirma que a la izquierda del kirchnerismo no hay nada, se vuelve intolerante. Y ciego: porque a la izquierda del kirchenerismo hay un lugar inmenso. Ocupado, también, por intelectuales, que estamos en todos lados, porque ésa es nuestra obligación.

Desconcierto II

Alguien me dijo que son un divino lugar común de la tristeza (el divino no fue irónico en este caso, sino de posta).
Lo admito, lo reconozco y hasta me cae un poco bien serlo!

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Pura formalidad


La Nabidad

por Martín Caparrós.
Crítica. 24-dic-2008

“Usted es terco, mire, vea. Así que usted no termina de convencerse de que si se porta bien y coge mal y va todos los domingos a una iglesia y se confiesa y cumple con sus penitencias después se va a pasar unos milenios en el tiempo compartido Paraíso con angelitos que le toquen el arpa sin cosquillas; no se convence, y sin embargo debe aceptar que en la Argentina no haya aborto legal porque los curas que sí lo creen no quieren esas cosas. O usted, impío, no imagina que, porque Cavallo violó el mandamiento que dice no robarás o su ex jefe Videla el de no matarás, vayan a pasarse los siglos de los siglos quemándose en un asado de sí mismos alimentado por diablitos; no lo imagina, y sin embargo tiene que bancarse que los curas decidan que no se pueden ver ciertas películas. O yo no quiero creer que un bebé nacido hace dos mil y pocos años de una madre virgen en un pesebre palestino caminara sobre las aguas los días que no resucitaba muertos o sacaba peces de la galera, y que después se hiciera matar para salvarnos de la condena eterna, inaugurando una lista interminable de suicidas heroicos que llega hasta los talibanes: me cuesta suponerlo y sin embargo este miércoles voy a cenar con una cantidad de parientes porque la iglesia católica apostólica ha establecido esa costumbre a partir de esas historias increíbles” –escribí hace muchos años en la revista Veintiuno, y todavía no consigo pensar demasiado distinto ni la realidad ha cambiado suficiente como para hacerme cambiar un par de comas.

Sigo pensando: que la prueba de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los que no creen en ella. Y que si hay algo que triunfó en este mundo, mucho más que cualquier globalización o rocanrol o fútbol pasión de multitudes o mcdonald’s en flor es la iglesia católica y su mitología. La Nabidad es el monumento a ese éxito: el día en que todos se lo festejamos y le decimos biba biba.

–¡Feliz nabidad, mi querido! –¿Usted quiere decir que el recuerdo del nacimiento de un bebé palestino que quizás haya existido aunque seguro que no como lo cuentan me dé satisfacción, bonanza y regocijo? ¿O que me convenza de que toda esa gente que no soporto, mis vecinos mis compañeros de trabajo mis parientes mis clientes los hinchas de sportivo cambaceres los políticos los patrones los banqueros de últimas son buenos y tengo que quererlos? ¿O que me lance a consumir desesperadamente para tener por unos días la ilusión de que yo también soy uno de esos que hacen esas cosas? ¿O que imagine que a partir de la semana próxima todo cambiará y se abrirá un ciclo distinto en mi vida donde yo voy a ser otro y todo va a ser distinto brillante inmejorable? ¿O que crea en la importancia de la bondad universal porque si no lo llego a creer me voy a quemar para siempre en las llamas del infierno? ¿O que me haga el boludo y me calle y cante con el coro…?

Lo dicho: la Nabidad es el tributo que le rendimos cada año a la potencia increíble de una ideología que triunfó. El momento en que todos funcionamos a partir de un conjunto de relatos y pautas de conducta que inventaron unos sacerdotes a lo largo de doscientos o trescientos años hace casi dos mil –y cuyos continuadores civiles y militares supieron imponerlos con la cruz y la espada y algún fuego y la decisión inquebrantable de decidir lo que podíamos y, sobre todo, lo que no podíamos hacer con nuestras vidas.

Una cosa sería que los cristianos celebraran su fiesta, como los judíos iom kippur o los musulmanes ramadán. Otra, que todos todos todos sigamos su ritual. Aunque no pensamos en eso cada año, cuando la Nabidad. No hay nada más exitoso que una ideología que ya no parece ni siquiera serlo, sino lo normal, lo ¿natural? Es enternecedor ver cómo y cuánto lo aceptamos, cómo y cuánto lo actuamos: forma parte de nuestras vidas de un modo inseparable, y muchos se ofenderían si les preguntáramos por qué rinden culto, todavía, a un conjunto de mitos palestinos. Así que no lo haremos, y esta noche festejaremos con espuma y pan dulce la constancia de una leyenda antigua. Muy feliz nabidad, salaam aleko –y que el Señor nos coja confesados.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Desconcierto

Desorientación.
Desorden.
Caos.
Falta de palabras y acciones.
Pérdida (material, conceptual, emocional).
Perplejidad.
Inacción.
Bloqueo.
Desborde.
Desvarío.
Malestar (quinta gastroenteritis en lo que va del año?).
Incomodidad. Angustia. Tristeza. Vaivén.

No sé. No sé nada. No sé nada más. Nada de nada.

viernes, 19 de diciembre de 2008

La gata voladora


Mi gata quiere sexo (y no, no tengo trastornos de doble personalidad).

Tanto, tanto lo quiere, que no basta con refregarse con cuanta pared, cable, zapatilla o pata de la mesa que se le ponga adelante. En la constante, eterna y perseverante búsqueda del objeto de placer que calme sus pulsiones, se tiró del balcón. Siete pisos en caída libre.

Lo que una mujer puede hacer por una alegría, no tiene precio. Para todo lo demás, existe Master Card.

Me puse más ñoña

Las térmicas saltan cuando la temperatura alcanza los 30º, porque la electricidad no es suficiente como para alimentar heladeras, aires acondicionado, computadoras, ascensores y televisores, todos prendidos al unísono.
Semejante muestra de calor no nos alcanza para que rechacemos rotundamente un Papá Noel que usa un traje anti-frío. Y para colmo, ahora el señor alcalde de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires mandó a plantar un pino blanco al lado del obelisco. Blanco! Como si acá nevara muy seguido!!

Dígale no al imperialismo!!
Campaña por un Papá Noel en ojotas y por el remplazo del pino por un ficus.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Me puse ñoña


¿Comentario? de Museo de la Revolución, de Martín Kohan.

La izquierda prometida

por Agu
Julio 2007

No es novedoso decir que la posibilidad de un mundo socialista se derrumbó junto con el muro de Berlín. El modo de producción y organización socio – cultural capitalista se filtró por cuanto rinconcito encontró (globalización mediante), y la teoría revolucionaria quedó, al parecer, bajo el resguardo de algún que otro sindicato y, sobre todo, de agrupaciones estudiantiles universitarias.

El trotsko, guste o no, ya no es una figura alrededor de la que se discutan y se lleven a cabo políticas de significativa importancia. Y si bien en otros tiempos (y en una coyuntura histórica completamente diferente) la comunidad marxista-trotskista-leninista era un actor político y social relevante, en la actualidad ha perdido confianza y credibilidad.

Sin caer en una nostalgia romántica ni en una melancolía sensiblera, Martín Kohan, en Museo de la revolución (publicado en 2006 por la editorial Mondadori) se atreve a escribir sobre aquello que quiso ser pero se quedó a mitad de camino: el ideal de un mundo socialista. Y para ello, elige estructurar la novela a través de tres historias. Por un lado está la de Marcelo, un agente literario que viaja a México en busca del manuscrito de un desaparecido de los `70, Tesare, quien en sus años de militancia durante la dictadura, además de hacer la revolución, teoriza sobre ella. Y es ahí donde están las dos historias restantes: el mundo privado de Tesare y sus reflexiones.

Museo de la revolución se desarrolla entonces en un constante vaivén que, lejos de provocar una lectura fragmentada, encuentra una unidad en torno al personaje de Norma Rossi, una exiliada argentina que va a entregarle los cuadernos de Tesare a Marcelo. Y si al comienzo del libro el paso de una historia a la otra se articula con simples puntos y aparte, a medida que la novela avanza los saltos son cada vez menores y, asimismo, se van tornando imperceptibles.
Hasta ahí, nada original. Dictadura, revolución, marxismo, exilio: temas tratados hasta al hartazgo. Tras la recuperación de la democracia en los `80, ya mucho se pensó, discutió y escribió sobre la militancia de los `70 y lo que vino después. Y de ahí el riesgo de lidiar una vez más con conceptos tan manoseados tanto por políticos como por intelectuales. Es entonces válido preguntarse qué aporte puede hacer Kohan.
Es cierto que el autor elije un puñado de ideas un tanto (por no decir bastante) cliché, temática que ya exploró en Dos veces junio -novela publicada en 2002, donde intenta mostrar la ideología del Estado dictatorial a través de personajes miembros del aparato militar-. Sin embargo, Museo de la revolución no cae en un discurso adolescente o melancólico, y ahí está la singularidad del libro. Ya no se trata de rescatar una leyenda épica sobre la lucha armada argentina montada sobre la ilusión sustentada en la Unión Soviética. Kohan esquiva las palabras pomposas y los discursos morales y, en cambio, presenta una serie de sólidas reflexiones sobre las ideas políticas de Marx, Lenin y Trotsky (figura alrededor de la que el relato alcanza su clímax). El autor se despega de aquellos que andan vendiendo teorías revolucionarias como espejitos de colores, y en contraste, busca transmitir vibraciones.

Kohan logró que sus palabras no parezcan arcaicas. Su novela no enarbola una bandera setentista ni pretende inyectar una conciencia revolucionaria en un contexto donde no la hay. Incluso, es justamente esto lo que quiere mostrar: el quiebre y cambio de concepción entre la convicción de la militancia durante la dictadura y el apoliticismo de los `90 menemistas (momento en el que se desarrolla el relato). De esta forma, y a través del personaje de Marcelo, el autor admite los riesgos de escribir sobre lo ya tantas veces escrito: “Un texto así, que en cierto modo puede adquirir la apariencia de un museo, con un autor así, que vio caer sobre sí el rigor de un escarmiento irreversible, suscita en los lectores un efecto de parálisis, toda vez que el ejemplo del escarmentado suele paralizar, que refuerce el descreimiento de por sí tan bien cimentado acerca del estado de cosas en el mundo, que confirme lo que por lo demás existe socialmente como certeza; por fin, más aún, que el destino de quienes se abocaron a transformar ese estado de cosas ha sido el peor de los destinos posibles: el fondo del río, la tumba anónima o el bloque de cemento integrado a una construcción que ya nadie desgajará nunca.”

Museo de la revolución trata de entender cómo, para un militante, la vida pública y privada, la teoría y la acción, el individuo y el sistema, eran parte de un mismo todo. Para ello, el autor utiliza el testimonio de Tesare como herramienta de conocimiento. Porque Kohan nació en 1967: su presente ya no concibe una visión de mundo semejante; por el contrario, se tornó inaccesible y obsoleta. Así, en este juego entre literatura y ensayo, ficción y teoría política, la novela se escapa (y con bastante éxito) del lugar común.
Martín Kohan, doctor en Letras, columnista de la revista Inrockuptibles y autor de El informe (1997), Los cautivos (2000), Segundos afuera (2005) y Narrar a San Martín (2005), entre otros, trabaja con los mitos que forman parte del sistema de adhesión nacional. Y es en esta búsqueda donde se enmarca Museo de la revolución, una forma de reconstrucción histórica desde una perspectiva contemporánea, en un presente en el que prevalece la resignación y el desapego político. Kohan escribe desde un contexto y para un contexto, y es ahí donde la fórmula cierra.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Abstinencia sexual

Hay momentos en los que los deseos de tener un intercambio sexual laten (concibiendo al sexo como un intercambio entre dos valores de uso). Esto suele suceder en momentos de soltería exacerbada o, también, en tiempos de malos pasares de la pareja (explicación asociológica al tiempo que apsicológica, basada exclusivamente en el sentido común). Algunos, muchos, recurren a la televisión, la play, los helados. Otros, tantos, apelan a la bien conocida "agenda de ex´s". Los más hacen ambas cosas.
Casi todos tenemos un asuntito que quedó por allá atrás, en el fondo del cajón. Entiéndase por "asuntito" a largas, complejas, placenteras, tortuosas, duraderas relaciones de amor, como también a simples filitos insignificantes. No distingo acá estratos cualitativos; simplemente construyo la categoría bajo la premisa de relaciones-del-pasado.
Ahora bien, hasta acá nada muy nuevo. Pero lo que motiva este comentario (casi al pasar, como quien no quiere la cosa) viene a cuento de aquellos asuntitos que, bajo el generalizado síntoma de abstinencia sexual, recurren a la anteriormente mencionada "agendita". Existirán aquellos que me cuestionarán mi censura a resucitar un revolcón. No se equivoquen! Yo aplaudo los revolcones bajo dos puntuales términos: que las condiciones de juego sean claras, y que el cuerpo del cadaver (aka la relación) esté medianamente caliente. Por eso sostengo que el problema emerge cuando los abstinentes se van de mambo y quieren revolver guisos ya digeridos. El agravante: una pseudo declaración de amor como excusa, una suerte de apelación a los viejos y sentimentaloides tiempos para persuadir a la otra persona en cuestión.

Un ejemplo. Digamos que una muchachita de unos quince años tiene sus primeros acercamientos con un muchachito de una edad similar (un poquito más grande, ok, pero no mucho). Un par de besos, un proto-noviazgo. Y pará de contar. El histeriqueo se prolongó, sí, más de lo supuesto. Pero la historia siempre fue trunca. No se gustaban... Y entonces, cinco años más tarde de aquel primer chichoneo (y dos de no cruzar ni palabra, ni mensaje de texto, ni mail, ni señal de humo), el muchachito, ahora joven, le manda un mail a la señorita. Ella abre el correo completamente desconcertada, con cara de "what-the-fuck". Y el desconcierto se agudiza al leer una declaración amorosa que contiene la frase: "Este dulce juego del olvido en el que vos representás la ilusión de lo que no fue". Y el remate: "Espero que estés bien, sé que estás de novia; yo estoy bien, separado hace bastante".
Para qué tanta voltereta?
Creo yo, desde mi humilde lugar de opinóloga-panelista (¿?) que sería bastante menos grasa y, por ello, mucho más honesto y respetable, decir: "Che, te quiero garchar. Te copás?"

Por eso, como mensaje a la comunidad, tanto femenina como masculina, me gustaría pronunciarme en contra de los discursos disfrazados y las intenciones revueltas. Si querés tener sexo, pedí sexo.
Y, como bonus track, enuncio: pedí sexo a quien corresponda. No enciendas el ventilador y sacudas toda la agendita. Ahorrate quedar en harto ridículo. Vos fijate...

Sepan discupar, pero fui poseída por las chicas de Sex and the City...

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Pasta dental


No me lo explico. No importa cómo apriete el pomo -ya sea desde abajo, del medio o de arriba- cada color sale en la exacta misma proporción que su compañero. Supongamos que mi pasta favorita tiene flúor y blanqueador -lo que implica que el contenido está teñido de dos colores, blanco y azul, por ejemplo. Entonces, cada vez que cargue mi cepillo, mágicamente se posa sobre las cerdas un cilindro mitad blanco, mitad azul. Qué habrá adentro del tubo? Una división imperceptible que separa las distintas sustancias? O tendrán distintas densidades, y por eso no se mezclan (a lo agua y aceite)? Tal vez son como una pareja divorciada con hijos, que están unidasdeporvida a pesar de sus insalvables diferencias sentimentales/emocionales/whatever. No me lo explico.

martes, 2 de diciembre de 2008